Cuando era una niña pensaba que la vida era tan sólo una consecución de momentos que te llevaban a ser mayor. Y ser mayor significaba convertirse en invencible, imbatible e indestructible. Con los ojos de una niña el mundo se ve demasiado grande.

Creía que soñar era sólo cosa nuestra, de niños. Y que sólo nosotros creíamos que los deseos que no se cuentan, se cumplen. Pensaba que la mayor soledad de todas aparecía al apagarse las luces de la habitación por la noche y entraba el miedo, de puntillas, con un atronador tintineo en voz bajita.

Me imaginaba convirtiéndome en alguien de quien me sintiera orgullosa, alguien que no se avergonzara de decir lo que siente y de luchar por ser feliz porque eso era, exactamente, lo que quería ser. Una valiente sin miedo a las luces apagadas.

Y entonces, llegó la vida. Tal y como es: sin avisos, sin instrucciones y sin tregua. Una devoradora de tiempo.

Estos últimos meses, me he sentido muy pequeñita, más de lo que he sido nunca. Y el mundo se ha vuelto, por momentos, demoledor. Hubo días en los que me instalé en esa habitación a oscuras, con el miedo pensando por mí. Sentí que no sabía cómo coger las riendas de mi vida e, incluso, que no podría volver a disfrutarla como me había prometido cuando era una niña.

Y entonces, uno de mis hijos me miró con los ojos desbordados de amor -de un amor grandioso, ese amor que es capaz de mover el mundo y derrotar al miedo-, y me dijo: “mamá, ¿por qué lloras?”

No supe qué responder. Y no supe, porque no encontré ni un solo motivo para hacerlo. Y me di cuenta que vivo rodeada de ese amor grandioso. Un amor que se ha convertido en invencible, imbatible e indestructible. Que la vida no es de los adultos, sino de los valientes que a veces van a tientas y que se equivocan, se tropiezan y sienten vértigo. Que los sueños no envejecen ni se pierden en el tiempo… sino que se sientan a esperar, en silencio, a que volvamos a creer en ellos. Que el miedo no es más que un tío muy listo que se cuela en tu mente cuando crees que no te quedan fuerzas para mirar al sol, que siempre sale: siempre. Y que me he convertido exactamente en lo que quería ser: una niña grande con mucha suerte.

Tengo tanta suerte que en esos momentos en los que me encerré a oscuras, alguien se empeñó en encender todas las luces.

A veces, estamos tan preocupados con lo que nos ocurre que no somos capaces de entender que la vida nos está otorgando una segunda oportunidad.

Gracias por ese momento en el que encendiste una luz en mi vida.

Ojalá nosotras, en algún momento, logremos encender un poquito la tuya.

GRACIAS.

Siempre sale el sol

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