Y me encanta. Es lo que mejor se me da en este mundo. No podría imaginarme siendo ninguna otra cosa.

Me encanta mi vida de mujer.

Entera. De principio a fin, de regla a regla, de punta a rabo, de jaleos hormonales a responsabilidades impostadas, de desequilibrios emocionales a carencia de manual de instrucciones, de norte sin sur, de pies –con pedicura- a cabeza –con marcado y secado-.

No la cambiaría por la de nadie. Me gustó ser niña, adolescente, universitaria, novia, madre, treintañera, tímida, callada, insegura. Libre, loca, decidida. Diferente.

Sí, me comparé y tuve miedo de no estar a la altura. Pero del resto de mis compañeras del cole, donde no había ni un solo chico. Todas esas mujeres que ahora, miles de años más tarde, ametrallan el grupo de WhatsApp con sus genialidades, sus burradas, sus conciliaciones y sus nopuedomás.

Sí, me tembló la voz cuando me enamoré por primera vez, si es que una se puede enamorar más veces y que no sean mentira. Y me sentí vulnerable, desnuda e indefensa pero nunca tanto como cuando dejo mi alma en cueros.

Sí, me acobardaron. Me empujaron dentro de un portal y lo vi todo muy oscuro. Conocí el terror, las pesadillas, la impotencia y el desgarro. Pero se abrió la puerta y entró un quinto chico, para acabar a gritos con el mayor susto de mi vida. Todos eran hombres. Incluso, mi salvador. En aquel portal, solo habíamos personas. Y les tuve miedo.

Sí, dudé. De las decisiones, de los pasos al frente, de la nitidez de mis pensamientos, de lo quería hacer con mi destino, de lo que me enfadé con él y sus giros inesperados. Dudé de mi, de lo que sería capaz. Pero dudé yo. Nadie dudó por mi. O de mi.

Sí, me rodeé de grandes mujeres. Pero también de grandes hombres que me habitan dentro. De una abuela que siempre hizo lo que quiso, que nunca se bajó de sus tacones, que nunca besó sin dejar rastro. Su intransferible rojo carmín. Una abuela que aprendió a leer y escribir cuando se empeñaban en que cosiera y lo único que zurció fueron bocas en una época a la que le debemos tanto. Y un abuelo que me enseñó que se puede volar subida en una bicicleta: pedalear no es cosa de hombres ni de mujeres, es de valientes. Como soñar o creer. Y él creyó en mi. Cada día, a cada rato, en cada paso. Y me enseñó que el mundo no es de los hombres ni de las mujeres, sino de las personas que no se rinden, que no se paran. Que nunca dejan de pedalear.

Sí, di vida. Dos veces. Y me vienen de vuelta multiplicadas por el infinito y más allá, en cada abrazo de mi hija. Y de mi hijo.

Sí, lloré cuando supe que mi primer bebé sería un niño. Pero no cambiaría por nada en este mundo aquel primer instante en que conocí al hombre de mi vida. De entre todos los hombres de mi vida.

Sí, me veo reflejada en mi hija. En sus pies inquietos, en sus ojos brillantes, en sus ilusiones, en ese mundo escondido que se expande sin límites a la velocidad del rayo.

Sí, soy mujer. Soy niña, adolescente, universitaria, novia, madre, treintaytodos, tímida, callada, insegura. Libre, loca, decidida. Diferente.

Y quiero un mundo mejor. Un mundo que no se pare. Un mundo en el que no haya hombres ni mujeres, sino personas.

Un mundo en el que mi hijo y mi hija sean diferentes, de principio a fin. Pero libres.

Un mundo que no necesite de golpes en la mesa, de comparaciones incoherentes ni varas de medir. Sin portales oscuros. Sin desventajas. Sin luchas de poder, sin luchas sinsentido, sin luchas por la igualdad.

Un mundo en el que mi hijo y mi hija no recorran las calles acelerando sus pasos. Donde no se escondan ni se acobarden. Donde nadie les robe sus sueños, les corte sus alas, les pinche su bici.

Un mundo sin hombres. Sin mujeres. Sin miedo.

Que no pare. Que no se rinda. Que nunca deje de pedalear. Porque eso no es cosa de hombres ni de mujeres, sino de valientes.

Un mundo en el que nadie les diga que son iguales.

Porque esa es la mayor de sus grandezas.

Siempre sale el sol
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